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    Letters to the Editor / Cartas al Editor


    DIGNIDAD Y ÉTICA DE LA PROCREACIÓN HUMANA

    Juan Llor Baños

    Medicina Interna. Hospital de León. León. España

    juan.llor.b @ gmail.com

    Rev Electron Biomed / Electron J Biomed 2010;3:63-66


    Sr. Editor:

    Es evidente que el ser humano tiene, en su capacidad de amar, múltiples formas de expresar ese amor. Existen distintas expresiones de ese amor, -una donación a los demás-, según la relación que se tenga con la otra persona. Esa expresión de amor es distinta según el contexto: familiar, de amistad, o de amor matrimonial. Conviene, puntualizar lo que entendemos por amor matrimonial. Al referirnos al amor matrimonial lo entendemos como la relación estable, sellada con el deber entrega personal mutua, entre hombre y mujer. Para que la entrega de hombre y mujer tenga el calificativo de verdaderamente esponsal tiene que participar del significado del matrimonio. Entendiendo por este: que no puede tener carácter de temporalidad, y debe estar garantizada que es sólo entre ellos. La donación mutua debe presidir toda la vida en el matrimonio, desarrollado en un ambiente de sinceridad entre ambos esposos. Entendiendo por sinceridad la permanente coherencia y transparencia de verdad entre ambos1. Otra consideración fundamental, es que el hombre y la mujer tienen una dignidad que no les viene de ellos. Tan es así, que tampoco ellos son capaces de valorarla en toda su dimensión, debido al misterio que envuelve toda explicación de qué es el hombre. Realmente el significado pleno de lo que supone el matrimonio es de una riqueza tal que en verdad sólo se alcanza si reconocemos en el hombre el contexto espiritual.

    El hombre no queda adecuadamente significado a través del cuerpo humano ni a través del alma humana por separado, sino a través del compuesto de alma y cuerpo en una unidad indivisa. El alma es la forma del cuerpo y constituye con él un compuesto indivisible. Es todo el hombre el que se relaciona, conoce y quiere. La unión del alma y del cuerpo es tan estrecha que el alma está en todo el cuerpo en una unión de característica substancial, y no simple unión accidental2. Cuando el cuerpo muere es porque el alma deja de informarlo, ya que el cuerpo recibe su ser del alma3. Por lo tanto, el cuerpo y el alma están integrados en una unidad que es el individuo. Se puede decir que el cuerpo, en el hombre, es un espíritu en condición carnal. En otras palabras, es el alma, con su potencialidad intelectiva y voluntaria, la que se asienta en el cuerpo material al cual dirige. El cuerpo, todo él, se encuentra atravesado por el espíritu; y éste, a su vez, penetra toda la corporalidad. No se puede decir que la persona esté unida o tenga un cuerpo, sino que "es" su cuerpo. Entre cuerpo y alma hay una unidad de tal naturaleza que el cuerpo es la persona en su visibilidad. Señalar el cuerpo humano es señalar la persona4. Tan perjudicial es sostener que el alma es un producto del cerebro (monismo), como si sólo existiese la materia, como sostener que el cerebro y la mente son realidades separadas que interactúan entre sí (dualismo). Más acertada parece postular que la mente está fisiológicamente expresada, o encarnada, en la persona, aunque no quepa una explicación exhaustiva a través de un análisis exclusivamente biologicista. Esta tesis, llamada "monismo dual", es planteada por Malcolm Jeeves, profesor de Psicología de la Universidad de St. Andrewss en Escocia, Warren Brown, profesor de de Psicología en California, y pretende reconciliar la visión deformada del "monismo" y al "dualismo". El "monismo dual" se expresa en afirmaciones como: "nosotros somos almas, no tenemos almas"5,6. El cuerpo y el espíritu constituyen esa totalidad unificada, corpóreo-espiritual, que constituye a la persona humana. Pero ésta existe necesariamente como hombre o como mujer. No existe otra posibilidad de existir la persona humana. El espíritu se une a un cuerpo que necesariamente es masculino o femenino y, por esa unidad substancial entre cuerpo y espíritu, el ser humano es en su totalidad masculino o femenino. La sexualidad es inseparable de la persona. La persona humana indefectiblemente es una persona sexuada. La sexualidad no es un simple atributo, es la modalidad substancial de ser persona7.

    La sexualidad -masculinidad o feminidad- caracteriza y determina todos y cada uno de los componentes de la unidad substancial cuerpo-espíritu que constituyen al hombre o la mujer. Todas las dimensiones personales del hombre están impregnadas por esta realidad. La sexualidad afecta al núcleo íntimo de la persona en cuanto tal. Es la persona misma la que siente y se expresa a través de su innata sexualidad. Afecta tan profundamente a la persona que el carácter sexual habla sobre lo que esa persona es. Los mismos rasgos corporales, en cuanto expresión objetiva de esa masculinidad o feminidad, están dotados de una significación trascendente también objetiva pues están llamados a ser expresión de toda la persona7. La sexualidad humana es esencialmente diferente de la sexualidad animal, ya que la sexualidad humana, a la vez de sensitiva, es racional, por ser el alma racional forma substancial del cuerpo. En el ser humano todas las dimensiones y funciones orgánicas están incorporadas a una unidad total racional. Todo en él es humano. Por eso, es del todo inadecuado considerar asimilable la sexualidad humana a la animal, con una dimensión corpórea separable de la espiritual. Es irreal la conducta sexual humana tan sólo como resultado de estímulos fisiológicos-biológicos7.

    Entre las características intrínsecas que posee el alma y el cuerpo del hombre y de la mujer está su condición de ser sexualmente distintos para ser complementarios. Al ser la sexualidad intrínseca a cada persona, -como hemos dicho, sólo se puede nacer siendo hombre o mujer-, implica todos los aspectos de la persona humana. En ese sentido se expresaba Juan Pablo II: "La función del sexo, que en cierto sentido es "constitutivo de la persona" (no sólo "atributo de la persona"), demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual, con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo como "él" o "ella"8. La sexualidad humana solo cabe entenderla de forma adecuada si se observa desde el nivel espiritual, ya que es el nivel que integra todos los demás componentes de la persona, hombre o mujer, para que realmente llegue a la verdadera entrega mutua. Rebajar el nivel del significado de la sexualidad al puramente afectivo o biológico distorsiona y empobrece de la realidad de dicho significado. La mujer es un ser humano diferenciado y complementario con respecto al hombre, y lo mismo el hombre respecto a la mujer. Ambos, hombre y mujer, con igual dignidad, están llamados a complementar su misión como entrega mutua, y para eso están constituidos sexualmente como hombre o mujer. Cada una de sus personas se entiende y se comprende a sí misma en cuanto actualiza esa misión de entrega mutua complementaria. Esa complementariedad es de tal importancia, que sólo gracias a la dualidad de lo masculino y de lo femenino lo humano se realiza plenamente9. Bajo ese aspecto, la sexualidad, en el amplio sentido de la acepción, es una realidad con un profundo significado de interrelación, que es lo mismo que decir con capacidad de generar total entrega al otro.

    En esa diferenciación entre hombre y mujer, podemos decir que el hombre está más específicamente constituido para la paternidad, con la misión más específica de procurar aportar bienes, junto a prestar cuidado y seguridad. Así, el alma sexual del hombre parece estar especialmente orientada a acrecentar riqueza, además de seguridad y protección. La diferenciación de la mujer, se puede decir que está constituida específicamente para la maternidad, que desarrolla un específico carácter de acogimiento y fructificación de bienes. En ella el hombre encuentra "hogar". Así el alma sexual de la mujer parece estar creada para procurar acoger y fructificar el bien que asume. Esa disposición sexuada, distinta y complementaria, de sus almas está presente en toda su personal diferenciación. No se adquiere con el tiempo sino que está naturalmente impresa, caracterizando, modulando y expresando su forma de ser en todo momento como personas. En el matrimonio, en donde se asume el deber de entrega única y en exclusividad mutua entre hombre y mujer, los esposos se reclaman verdadera esa entrega mutua sin condicionantes. Ese reclamo se genera como deber y derecho en sus almas complementarias. Precisamente por la característica de la sexualidad es posible que toda la persona de un conyugue pueda pertenecer a la persona del otro conyugue. Si no fuese por la sexualidad sus personas no podrían entregarse totalmente.

    En la consumación de la entrega en el matrimonio toda la persona, regida por la voluntariedad de sus almas, se constituye en donación. El cuerpo es asumido por el alma, participando de ella en la entrega de sus personas. La sexualidad hace posible que sus almas sexuadas comprometan toda la persona consumando su entrega en exclusiva y para siempre. La sexualidad verdadera implica tal disposición de entrega que es incompatible con una actitud que dé cabida al egoísmo. La sexualidad en su verdadero significado no contempla una actitud de utilitarista de sus personas. En la auténtica entrega sexual de sus personas, precisamente debido a esa complementariedad, se posibilita que la entrega pueda darse con el regalo del respeto mutuo, en subordinación mutua en el amor. Ese respeto en la entrega de sus personas, guiadas por sus almas sexuales, lleva a que la distinta conformidad sexual de toda la persona del hombre debe servir para subordinarse, y nunca imponerse, a la distinta conformidad sexual que posee toda la persona de la mujer, y viceversa. En la entrega siempre el importante es la otra persona a la cual uno se debe. El no prestar atención a esas diferencias como deber de actitud de sus almas sexuadas, puede llevar a una forma de imposición, o de protagonismo dominante, por alguna de las partes, lesionando el respeto mutuo, y haciendo muy difícil que exista verdadera entrega de sus personas.

    Esa entrega de sus almas sexuadas lleva siempre a la entrega de toda la persona con su potencialidad para la paternidad en el marido y de maternidad en la esposa. Por eso, el acto conyugal es a la vez unitivo y es procreativo, en el sentido de que debe estar abierto a la procreación, aunque no se dé la generación de hecho. La entrega conyugal es un acto, al estar regido por la voluntariedad de sus almas sexuadas complementarias, esencialmente espiritual entre hombre y mujer, que incrementa la auténtica donación entre los esposos al ser dueños en la entrega de sus personas y sin ser esclavos de intereses particulares. Lógicamente, en la entrega de sus personas es cierto que nadie puede darse si previamente no se posee a sí mismo. Así, una persona esclavizada por la concupiscencia evidentemente no es dueña de sí, y, por tanto, realmente tiene muy difícil el poder ser desinteresado en su entrega. En el campo psíquico también está comprobado que el equilibrio emocional está en buena parte garantizado cuando se vive adecuadamente la sexualidad. El no vivir rectamente la sexualidad imposibilita la donación al otro, lo que lleva de la mano a la soledad y, tarde o temprano, si no se remedia, puede tender al desequilibrio neurótico. El egoísmo carnal deforma la realidad, pues concibe como elemento de su "utilidad" al otro, y supone, también, el rebajar su persona a mero "objeto". De hecho, se podría decir que la correcta sexualidad, subraya la dimensión espiritual del hombre en cuanto le permite la entrega de toda su persona. Sin embargo, los métodos anticonceptivos minan la voluntad de auténtica entrega de sus personas, que es sustituida por un gobierno de voluntades particulares condicionantes de su entrega total.

    El deseo del hijo no puede prevalecer sobre el amor mutuo entre los esposos ya que existe el riesgo de invertir los términos entre ellos. Esa entrega no sería desinteresada entre ellos si el interés por la descendencia cobrase el principal motivo de su entrega, convirtiendo al hijo más que en don, en un "producto" a conseguir. Esa es la razón principal que se esgrime justificar la generación a través de la fecundación in vitro (FIV). En lo referente a la FIV tocamos un tema de importancia dentro del campo bioético. Concretamente, al ritmo de avance de las ciencias humanas la ética ha formulado un principio para distinguir entre acción ética y acción técnica que cabría formular así: "No todo lo que es técnicamente posible es éticamente admisible". Nadie duda que este importante principio tiene múltiples aplicaciones: abarca desde el empleo de la energía nuclear, hasta los recientes descubrimientos de la biología o de la medicina. Esos inmensos avances científicos en el campo de las ciencias no permiten, o justifican de por sí, una aplicación indiscriminada y avasalladora de sus hallazgos. Con la FIV el hijo se consigue, en definitiva, bajo una operación mercantil, que reúne todas las características de una actuación económico-industrial (recogida de material de los gametos, proceso de trabajo de laboratorio, etc.). El hijo pasa a "pertenecer" al acervo del inventario familiar. Al hombre nadie puede tasarlo o ponerle algún precio, a no ser que sea al precio de lesionar lo más valioso que tiene el ser humano: su dignidad. Es propio de la dignidad del hombre el que nadie le "merezca", ni siquiera sus propios padres. Constituye un don en su sentido más radical. Precisamente si algo demuestra la FIV es que realmente el embrión es un ser autónomo, independiente de la madre. La biología nos enseña que a partir de la fecundación se inicia un proceso que desarrolla, de forma programada y sin solución de continuidad, todo el complejo organismo del nuevo ser humano, -la dependencia de la madre es una dependencia puramente extrínseca: la madre nutre al embrión, luego feto, en su maduración-, pero el nuevo organismo se forma bajo el gobierno de la individual carga genética.

    Propiamente la esterilidad se define como la incapacidad para la concepción tras de un año de relaciones sin llegar a una concepción a término. Hay que tener en cuenta que, aún en caso de padecer la esterilidad, sigue existiendo el fundamento que garantiza la auténtica entrega de sus personas, ya que en dicha entrega entre los esposos no viene determinada por una mayor o menor calidad de salud o enfermedad. Es más, la enfermedad puede garantizar y afianzar la calidad de la donación de sus personas. El médico debe procurar resolver la causa de la esterilidad en quien está afecto de esa enfermedad y, lógicamente, tiene que realizar su trabajo dentro de la obligada responsabilidad deontológica médica, que garantiza siempre la primacía de la dignidad de la persona.

    Es conocido que la vida humana comienza desde el primer momento de la concepción. En el campo científico, este es un hecho irrefutable. En ese sentido son las palabras de Jérôme Lejeune, padre de la citogenética clínica: "La genética moderna se resume en un credo elemental que es éste: en el principio hay un mensaje, este mensaje está en la vida y este mensaje es la vida. Este credo, verdadera paráfrasis del inicio de un viejo libro que todos ustedes conocen bien, es también el credo del médico genetista más materialista que pueda existir. ¿Por qué? Porque sabemos con certeza que toda la información que definirá un individuo, que le dictará no sólo su desarrollo sino su conducta ulterior, sabemos que todas esas características están escritas en la primera célula. Y lo sabemos con una certeza que va más allá de toda duda razonable, porque si esta información no estuviera ya completa desde el principio, no podría tener lugar.

    Sigue diciendo el Prof. Lejeune: "Pero habrá quien diga que, al principio de todo, dos o tres días después de la fecundación, sólo hay un pequeño amasijo de células. ¡Qué digo! Al principio se trata de una sola célula, la que proviene de la unión del óvulo y del espermatozoide. Ciertamente, las células se multiplican activamente, pero esa pequeña mora que anida en la pared del útero ¿es ya diferente de la madre de su madre? Claro que sí, ya tiene su propia individualidad y, lo que es a duras penas creíble, ya es capaz de dar órdenes al organismo de su madre. Este minúsculo embrión, al sexto o séptimo día, con tan sólo un milímetro de tamaño, toma inmediatamente el mando de las operaciones. Es él, y sólo él, quien detiene la menstruación de la madre, produciendo una nueva sustancia que obliga al cuerpo amarillo del ovario a ponerse en marcha. Tan pequeñito como es, es él quien, por una orden química, fuerza a su madre a conservar su protección. Ya hace de ella lo que quiere ¡y Dios sabe que no se privará de ello en los años siguientes! A los quince días del primer retraso de la regla, es decir a la edad real de un mes, ya que la fecundación tuvo lugar quince días antes, el ser humano mide cuatro milímetros y medio. Su minúsculo corazón late desde hace ya una semana, sus brazos, sus piernas, su cabeza, su cerebro, ya están formándose (...). Pero dirán que hasta los cinco o seis meses su cerebro no está del todo terminado. ¡Pero no, no!, en realidad, el cerebro sólo estará completamente en su sitio en el momento del nacimiento; y sus innumerables conexiones no estarán completamente establecidas hasta que no cumpla los seis o siete años; y su maquinaria química y eléctrica no estará completamente rodada hasta los catorce o quince. ¿Pero a nuestro Pulgarcito de dos meses ya le funciona el sistema nervioso? Claro que sí, si su labio superior se roza con un cabello, mueve los brazos, el cuerpo y la cabeza en un movimiento de huida (...). Entonces, ¿para qué discutir? ¿por qué cuestionarse si estos hombrecitos existen de verdad? ¿Por qué racionalizar y fingir creer, como si uno fuese un bacteriólogo ilustre, que el sistema nervioso no existe antes de los cinco meses? Cada día, la ciencia nos descubre un poco más de las maravillas de la vida oculta, de ese mundo bullicioso de la vida de los hombres minúsculos, aún más asombroso que los cuentos para niños. Porque los cuentos se inventaron partiendo de una historia verdadera; y si las aventuras de Pulgarcito han encantado a la infancia, es porque todos los niños, todos los adultos que somos ahora, fuimos un día un Pulgarcito en el seno de nuestras madres". Una vez que la ciencia atestigua que el embrión derivado de la unión de dos gametos es, desde el primer momento, un individuo de la especie humana distinto y dinámicamente autónomo respecto de la madre, el comportamiento con él debe estar enmarcado por su condición de persona humana, aun cuando no tenga desarrolladas todas sus características que se actualizarán con su madurez biológica10.

    En el embrión, están todos los fundamentos y la raíz de las diversas conformaciones peculiares, según órganos, que se explicitarán con el tiempo. Aunque desde la perspectiva científica el embrión humano puede ser estudiado como si fuera el de un animal, existe una diferencia esencial entre los dos. No es que el embrión humano sea más que el de los animales, es sencillamente distinto, y por lo tanto ha de ser valorado de acuerdo con su nivel de dignidad. Todo ser humano tiene valor por sí mismo, y no depende de otros factores que justifiquen dicho valor como puede ser el nivel de eficacia o productividad social. La diferencia estriba en que la base de la individualidad del hombre está en el patrimonio genético de cada persona que es concretado por su carga genética individual en el primer momento de su origen: en la fecundación. Por eso, la intervención sobre el patrimonio genético de una persona es intervención sobre la identidad del individuo. Constituye un deber ético fundamental salvaguardar siempre esa identidad. En plena coherencia con la ciencia médica, la Encíclica Evangelium vitae afirma: "desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una vida que no es la del padre o de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo (...). Con la fecundación inicia la aventura de una nueva vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar"11. De ahí la importancia emergente cada vez con más fuerza de la medicina embrionaria. "Al embrión y al feto se extienden las prerrogativas éticas que la Medicina reconoce a todos los seres humanos.

    La continuidad de la vida humana impone una continuidad del respeto ético y de la asistencia médica, con sus servicios diagnósticos, preventivos y terapéuticos. La naciente Medicina Embriofetal es una especialidad médica condicionada por características peculiares de la biología y la patología en las distintas edades del hombre. Tiene, pues, la misma razón de existir que la Neonatología, la Pediatría o la Geriatría y obedece a las reglas éticas comunes a toda la Medicina. Sus intervenciones se guían por los mismos criterios de eficiencia y de riesgo tolerable. Del mismo modo que en la Medicina postnatal no es tolerable una política de eliminar vidas poco valiosas, en la Medicina Prenatal no es tolerable el cribado genético o la destrucción sistemática de los embriones o fetos enfermos o simplemente excesivos en número. El ser humano, antes de nacer, si está enfermo ha de beneficiarse del progreso médico: son ya muchas de las enfermedades que pueden diagnosticarse y tratarse"12.



    REFERENCIAS

      1.- Juan Pablo II. Cartas a las Familias; 1994

      2.- Gilson E. El tomismo. Ed. Eunsa. Pamplona 1978;357-358.

      3.- Gilson E. El tomismo. Ed. Eunsa. Pamplona 1978;361.

      4.- Sarmiento A. Al Servicio del Amor y de la Vida. El matrimonio y la Familia. Ed. Rialp. Madrid 2006: 142.

      5.- Brown WS, Murphy N, Malony HN. Wathever Happened to the Soul?. Scientific and Theological Portraits of Human Nature. Ed. Fortress Press. New York 1998;

      6.- Brown WS, Jeeves MA. Portaits of human nature: reconciling neuroscience and Christian anthropology. Science and Christian Belief. 1999;11:139-150.

      7.- Brown WS, Jeeves MA. Portaits of human nature: reconciling neuroscience and Christian anthropology. Science and Christian Belief. 1999;11: 144.

      8.- Juan Pablo II. Varón y mujer. Teología del cuerpo. Ed. Palabra, Madrid. 1995; 78.

      9.- Juan Pablo II. Carta a la mujeres. 1995; nº7.

      10.- Lejeune C. Dr. Lejeune. El amor a la Vida. Ed. Palabra. 1999; 47-50.

      11.- Juan Pablo II. Carta Encíclica Evangelium Vitae. 1995; nº 60.

      12.- Herranz G. Comentarios al Código de Ética Médica y Deontología Médica. Ed. Eunsa. Pamplona, 1992; 120-121.


    Correspondencia:
    Juan Llor Baños
    Medicina Interna. Hospital de León.
    León. España
    juan.llor.b @ gmail.com




    Recibido 28 de noviembre de 2010.
    Publicado: 9 de diciembre de 2010